Ello








Esta historia forma parte de una serie de tremendos dibujos de Alvaro pozo.
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1405. No es la dirección, no, pero a pesar de que podría sonar a rara coincidencia, es sólo la hora exacta que lo vi entrar por última vez por la puerta de su casa.

Como tantas veces, sentía el llamado de su madre y corría para entrarse. Un chico callado pero obediente comentaba la gente. Corría como si de eso dependiera su vida. Pero esta vez fue distinto.

Se giró al oír el grito de su madre pero dudó por un momento. Dejó el autito de madera al que solía inventarle rueditas, se paró lentamente, limpió su pantaloncito y caminó sin apuro hacia la puerta que en esta ocasión no estaba entreabierta como siempre, sino cerrada. Desde que entró a la casa hasta que volvió a aparecer por la ventana de su pieza pasaron 30 minutos. 30 largos y silentes minutos.

De rodillas en el piso y con la témpera desparramada por toda su mano, parecía dibujar en un trance hipnótico. De un extremo a otro de la habitación. Desde el muro hasta la puerta, flores, animales, insectos comenzaron a decorar la pieza y los objetos de ella. Trazos sobre trazos se iban mezclando para formar un tapiz extraño.

De pronto, se detuvo y miró un espacio sin pintar justo abajo al lado de su cama. Sintió un ruido, miró ahora hacia atrás y, volvió su mirada al espacio en blanco. Pensó, bajó su mirada, untó sus dedos de púrpura y siguió pintando en el mismo lugar en que estaba.

Los espacios vacíos provocaban en él una especie de angustia tal que esparcía en sus manos los colores que estuvieran a su alcance y desordenadamente comenzaba a dibujar animales y formas. En cualquier lugar menos al otro lado de su cama. Abajo.

A momentos, la sinfonía cromática en las paredes, dibujaban en él una leve sonrisa. Se transformaba en carcajadas cuando pasaba su mano por los muros y las formas se desfiguraban. Primero una mano untada en un color y luego la otra en otro color para crear nuevas formas. Nuevas formas, nuevas risas.

Su cara se tiñó de negro cuando escuchó ruidos afuera. Creyó escuchar la voz de su madre. Parado, quieto e inquieto y con las manos goteando el carmesí, caminó lentamente hacia la puerta y sin soltar la manilla giró hacia atrás y miró hacia el piso de la cocina. Vió el cuchillo pintado de rojo y el cuerpo de su padre bajo el filo. Terminó de abrir la puerta por completo, esperó un momento y caminó a recoger su autito que, raído por las últimas lluvias, esperaba a que el chico jugara a buscarle ruedas.

1405 fue la hora en que por última vez caminé hacia mi casa al escuchar el grito desgarrador de mi madre que me llamaba.

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