Primera (re)vez
Fue bien entrado en peludez. Cuarto año de diseño.
Las hormonas cortaban las huinchas por hacer la tonterita y las neuronas no dejaban espacio para el estudio. Mis compañeros, y especialmente ella, juraban de guata que yo me había iniciado en el rubro sexual cuando recién llegaba a los 15. Los tenía a todos convencidos. Había que hacerlo, sino lo Loser no me lo borraba ni el Quix de la frente, y lo peor, ella, mi amor platónico desde el primer semestre, no me pescaría ni en bajada.
Principios de año. Fiesta mechona. Los cachorros, arrebañados en un rincón del salón, queriendo pasar piola. Los viejos, los cancheros repartidos por todo el humeante lugar, buscando presa. Yo, estacionado cerca de la barra, esperando solo el momento para poder acercarme a ella.
La música no dejaba mucho tímpano para hablar. Pero no importaba. Para mi, solo ella y su compañía. Aunque sea breve.
En algún minuto tendrá sed y vendrá a comprar algo a la, improvisada, barra, pensé. Por eso no me moví hasta que se cumplió mi vaticinio. A tres metros de ella, se secaron mis labios y mis intenciones de hablarle. Pero cranié con la de abajo y arremetí.
Bastó un hola nervioso y la cosa fluyó impensadamente. Siempre sospeché que era amorosa y la realidad me lo confirmaba. Ella, acariciando su pelo, comentaba sobre los ramos difíciles. Yo, paseando mentalmente por sus curvas, solo asentía a sus palabras. Así chela tras chela.
Cuando la música ya no entretenía tanto nos fuimos a sentar a la escalera. Con la vista media borrosa pero con mi objetivo clarito, tomé su mano, me atreví emulando a los galanes de películas juveniles y le regalé un beso en sus labios esperando, lógicamente, una cachetada de vuelta. Pero nada. Cariñosamente respondió humedeciendo los míos. Y de paso mis bóxer. Y aunque traté de pensar en otra cosa, ella notó mi reacción instantánea en mi cierre. Sonrió. Me tomó de la mano y me llevó al patio. Yo, agradeciendo al cielo, y caminando a mi debut, la seguí calladito. Y duro.
Nos fuimos directo a un lugar retirado de la bulla. Lo habrá hecho muchas veces antes, analicé, se sabía la ruta de memoria. Me asuste, pero eran mas las ganas de terminar con la maldición. Metió su mano derecha en mi bóxer y la izquierda a mi pecho. Yo, mi diestra dentro de su sostén y la otra también. Luego de un corto jugueteo manual, bajó su pantalón y su hotpants. Yo, a punto, bajé mi bóxer y la penetré. Respiré profundo. Ella también y luego un soltó un quejido. Y otro quejido. Y otro. Me puse nervioso. Pregunté jadeando si estaba todo bien. Si, respondió, que solo era su primera vez. Uff. Entre que me reí y me sorprendí. La abracé fuertemente, besé su cuello y envestí hasta terminar el acto. Acabé. Acabamos. Y con nosotros, también, los traumas y bromas sociales por nuestro antiguo “estado de conservación”. Fue rápido pero lindo. Casi.
Ya pasado unos años nos seguimos viendo, pero solo para entregarle un sobre con la pensión alimenticia para Francisco.
Así es la vida a veces.
Fue bien entrado en peludez. Cuarto año de diseño.
Las hormonas cortaban las huinchas por hacer la tonterita y las neuronas no dejaban espacio para el estudio. Mis compañeros, y especialmente ella, juraban de guata que yo me había iniciado en el rubro sexual cuando recién llegaba a los 15. Los tenía a todos convencidos. Había que hacerlo, sino lo Loser no me lo borraba ni el Quix de la frente, y lo peor, ella, mi amor platónico desde el primer semestre, no me pescaría ni en bajada.
Principios de año. Fiesta mechona. Los cachorros, arrebañados en un rincón del salón, queriendo pasar piola. Los viejos, los cancheros repartidos por todo el humeante lugar, buscando presa. Yo, estacionado cerca de la barra, esperando solo el momento para poder acercarme a ella.
La música no dejaba mucho tímpano para hablar. Pero no importaba. Para mi, solo ella y su compañía. Aunque sea breve.
En algún minuto tendrá sed y vendrá a comprar algo a la, improvisada, barra, pensé. Por eso no me moví hasta que se cumplió mi vaticinio. A tres metros de ella, se secaron mis labios y mis intenciones de hablarle. Pero cranié con la de abajo y arremetí.
Bastó un hola nervioso y la cosa fluyó impensadamente. Siempre sospeché que era amorosa y la realidad me lo confirmaba. Ella, acariciando su pelo, comentaba sobre los ramos difíciles. Yo, paseando mentalmente por sus curvas, solo asentía a sus palabras. Así chela tras chela.
Cuando la música ya no entretenía tanto nos fuimos a sentar a la escalera. Con la vista media borrosa pero con mi objetivo clarito, tomé su mano, me atreví emulando a los galanes de películas juveniles y le regalé un beso en sus labios esperando, lógicamente, una cachetada de vuelta. Pero nada. Cariñosamente respondió humedeciendo los míos. Y de paso mis bóxer. Y aunque traté de pensar en otra cosa, ella notó mi reacción instantánea en mi cierre. Sonrió. Me tomó de la mano y me llevó al patio. Yo, agradeciendo al cielo, y caminando a mi debut, la seguí calladito. Y duro.
Nos fuimos directo a un lugar retirado de la bulla. Lo habrá hecho muchas veces antes, analicé, se sabía la ruta de memoria. Me asuste, pero eran mas las ganas de terminar con la maldición. Metió su mano derecha en mi bóxer y la izquierda a mi pecho. Yo, mi diestra dentro de su sostén y la otra también. Luego de un corto jugueteo manual, bajó su pantalón y su hotpants. Yo, a punto, bajé mi bóxer y la penetré. Respiré profundo. Ella también y luego un soltó un quejido. Y otro quejido. Y otro. Me puse nervioso. Pregunté jadeando si estaba todo bien. Si, respondió, que solo era su primera vez. Uff. Entre que me reí y me sorprendí. La abracé fuertemente, besé su cuello y envestí hasta terminar el acto. Acabé. Acabamos. Y con nosotros, también, los traumas y bromas sociales por nuestro antiguo “estado de conservación”. Fue rápido pero lindo. Casi.
Ya pasado unos años nos seguimos viendo, pero solo para entregarle un sobre con la pensión alimenticia para Francisco.
Así es la vida a veces.
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