Entre bandoneón y guitarras
Las cabezas blancas balanceándose al son de un violín vestido de Alfredo de Angelis y las manos envejecidas aplaudiendo el retorno a la juventud perdida no encajarían mucho con mis zapatillas y mis pantalones rotos, sino fuera, ciertamente, por esas tardes en el patio de mi tío cuando mis viejos, tomando once bajo el parrón, se hacían acompañar de Gardel cantándoles desde una radio con sabor a madera mientras yo jugaba a dominar la pelota de plástico duro.
Esa es la herencia más enriquecedora que te pueden dejar tus seres queridos. Momentos. Que parecieran ser solo eso, pero que con el paso de los años van siendo parte más del presente que del recuerdo.
Fui a un breve recital de tango a la feria del libro de Ñuñoa, con mis pantalones rotos y mis zapatillas Puma. Gocé como si fuera rock lo que salía de los parlantes. Volví a ser niño por 20 minutos y me dejé acariciar por los brazos de mis viejos convertidos en bemoles. Volví a dominar la pelota en el patio de mi tío, mientras mis viejos tomaban once acompañados de un bandoneón y de Gardel.
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